Representada por primera vez en Viena el 1 de mayo de 1786, esta ópera cómica en cuatro actos que supuso el máximo triunfo de Mozart conserva todavía intacta su vitalidad. Con suma habilidad, Lorenzo Da Ponte (1749-1838) extrajo de la comedia de Beaumarchais un libreto rico y complicado, despojándolo en parte de su intención satírica y social y acogiendo sin restricciones el aura rica de difusa sensualidad, que en la comedia francesa estaba compensada por la sana franqueza del popular Fígaro.
Con Las bodas de Fígaro, Mozart superó ampliamente las convenciones del género bufo. En la obra, Fígaro y Susana preparan su boda, pero su señor, el conde de Almaviva, no está dispuesto a renunciar al tradicional derecho de pernada. El conde se ha encaprichado de Susana, camarera de la condesa; la condesa está dolida y decepcionada por las escapadas del incorregible marido.
Los dolidos celos de la condesa y las imprudentes artimañas de Fígaro y Susana para esquivar los anhelos del conde dan lugar a una serie complicadísima de intrigas, durante las cuales Fígaro se descubre hijo del decrépito don Bartolo y de la no menos vieja Marcelina, y la condesa se ve cada vez más envuelta en una peligrosa desviación, delicadamente insinuada, debida a la simulada pasión de Fígaro y al ardor amoroso del precoz paje Cherubino, doncel ansioso de amor, siempre inocente y siempre destinado a dejarse sorprender por los maridos celosos en las situaciones más comprometedoras.
Todo se arregla, naturalmente, y la ópera termina con abundantes matrimonios y reconciliaciones. Este clima blando y afeminado, dominado por una ingenua y casi pueril voluntad de alegría y placer, encuentra su expresión musical en los gozosos gorjeos, ya lánguidamente tiernos (la condesa, Cherubino), ya realzados por una malicia petulante (Susana, Fígaro), que se revela en la saltarina viveza del ritmo.
Hay, en Mozart, la inclinación irresistible y natural hacia un placer incluso demasiado fácil y al alcance de la mano, en el que convergen todos los circundantes, entretejido incluso en la más íntima trama de placer y alegría, y en el cual las realidades más diversas (como la dura vida militar) pueden convertirse en increíble fábula, capaz de una paródica y grotesca fantasía, como sucede en la canción de Fígaro que predice al pobre Cherubino, nombrado "oficial", las marchas en el fango, con el sable al costado, y el concierto de los cañones.
Como los suaves conciertos de voces femeninas son la materia más apta para convertir en sonidos dicho mundo, incluso visualmente, la ópera es rica en escenas galantes que parecen solicitar el pincel de un Watteau: por encima de todas, el disfraz de Cherubino con ropajes femeninos por obra de Susana y de la condesa (en que se aprovecha hábilmente la ambigua sugestión del personaje masculino interpretado por una actriz). En la primera escena, Susana, ante el espejo, se prueba complacida el hermoso sombrerito; y en la melodía acariciadora y ligeramente burlona se encuentra casi un eco de la infantil actitud del mismo Mozart, siempre solícito en preguntar a sus familiares en sus cartas si "están contentos": estar contento, tal es la ley suprema de dicho mundo. Y cuando Fígaro y Susana, en la penúltima escena, entonan su melodía casi soñadora y sentenciosa, tienen verdaderamente el aire de extraer la moraleja de la historia.
Entre los veintiocho números que componen la ópera, sólo catorce son arias: la mitad está hecha de dúos, tercetos y escenas de conjunto. En ello reside el secreto de su viveza. La eliminación de lo estático del aria confiere al conjunto un dinamismo sorprendente; además, algunas arias (como la de Fígaro "Non più andrai..." y la de Susana "Venite, inginocchiatevi...") no están circunscritas al personaje que canta, sino que tratan y completan la personalidad de Cherubino; así se obtiene, en la música, un extenderse, un derramarse y un reciproco reaccionar general en una intriga que es verdadera imagen de la vida.
De ello se alimenta el estilo vocal que Dent llamó "de conversación". La evolución tonal y rítmica, el fraseo y el conjunto de las melodías, coinciden milagrosamente con el valor sintáctico de la frase: la naturaleza de dicha íntima fusión es tal que sería más fácil citar los poquísimos pasajes donde no se realiza que destacarla expresamente. Sin embargo, en algunos puntos alcanza verdadero virtuosismo, particularmente cuando el texto poético de Da Ponte ofrece al músico la posibilidad de divertirse con réplicas y respuestas adecuadas (por ejemplo, al final, el sincopado diálogo entre el conde y la condesa, disfraza de Susana), con juegos verbales (el dúo del din-din y el don-don entre Fígaro y Susana) y con artificios sintácticos (el extraordinario dúo entre Susana y la condesa, con el dictado, la escritura y la lectura de un billete galante). Naturalmente, después de ello, las pocas arias que quedan no constituyen un elemento negativo, sobre todo cuando tienen la plástica viveza de la de Cherubino ("Non so più cosa son, cosa faccio") y de Fígaro ("Aprite un po' quegli occhi"), o la celestial belleza del aria de la condesa, melodía eterna y ejemplar por la progresión ceñidísima de los intervalos, de la que exhala, como un perfume, la resignada tristeza del personaje.
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