domingo

A CARUSO

  

Cinco grandes intérpretes homenajean a Enrico Caruso, en esta canción de Lucio Dalla: Pavarotti, Lara Fabian, Julio Iglesias, Il Divo y el propio Dalla. Un sentido recuerdo para el que fue, según muchos amantes de la Opera, entre ellos, Plácido Domingo, el mejor tenor de todos los tiempos. 

 La fama de Enrico Caruso (1873-1921), el más grande tenor dramático de las dos primeras décadas del siglo XX, conquistó alturas tan universales a lo largo de su vida que hasta los que no estaban interesados en la ópera conocieron su nombre. Hoy, casi cien años después de su muerte, Caruso sigue haciendo las delicias de los amantes de la música en el mundo entero, gracias al rico legado que nos dejó en sus discos de fonógrafo. Enrico Caruso nació en Nápoles, Italia, el 27 de febrero de 1873. Fue rico la mayor parte de su vida y era un hombre sencillo, a quien encantaba la paz. Medía 1.75 metros de estatura, pesaba unos 80 kilos, y solía perder temporalmente cerca de kilo y medio después de una actuación en las tablas. 

Entre sus hábitos personales estaba el de fumar constantemente cigarrillos egipcios, pero no comía mucho. Cuando cantaba ópera se cambiaba de camisa en los entreactos y se perfumaba con agua de colonia mientras se ponía otra ropa. La noche antes de cantar solía tomarse medio frasco de magnesio en polvo Henri con agua, antes de acostarse para dormir ocho horas. El 12 de febrero de 1921 el doctor Erdmann le quitaba más de diez centímetros de costilla. “Cuando se le abrió el pecho —comentó el cirujano—, salió el pus más hediondo que he visto y olido en mi vida”. Durante diez días, el estado general de Caruso fue muy débil, pero logró reponerse lo suficiente para que se le pudiesen hacer radiografías del pecho. En ellas se apreciaba “que se le había contraído el pulmón izquierdo”. 

Durante la parte primera de su convalecencia, Caruso se quejó de parestesia en la mano derecha: “¿Qué me pasa en los dedos? —preguntó a los médicos—. Siento como en los pies cuando se me quedan dormidos”. La atrofia visible de los músculos de la mano siguió a la aparición de esta sensación. El pulgar y el índice se le debilitaron, con lo cual le resultaba difícil escribir. Aunque no se han encontrado datos de un reconocimiento neurológico de Caruso, puede suponerse que le lesionaron de alguna manera, acaso mientras estaba bajo los efectos de la anestesia, el plexo braquial, o sea, la intrincada cadena nerviosa localizada en la axila. 

El examen que le hizo el doctor Erdmann descubrió que se le había formado un absceso profundo entre la cadera y las costillas. Se le practicó una incisión en el absceso del flanco izquierdo y se le dejó un drenaje, esta vez con anestesia general. En total, se le habían abierto cinco abscesos en la misma zona general, y se le habían administrado dos transfusiones de sangre. Aunque Caruso mejoró notablemente después de las transfusiones, se preocupó mucho por otros posibles efectos. “Ya no tengo sangre italiana pura —decía—. ¿Qué soy ahora?”